jueves, 12 de junio de 2014

Contraindicaciones

1. Cuando era chiquita me mareaba fácilmente cuando veía un pedregal. Es que, muchas veces, para construir las carreteras algún montecillo que se interpone en los planos tiene que ser dinamitado. Así, cuando íbamos a Pisco a la casa de mis tíos o donde mis abuelos nos encontrábamos varias veces con uno de estos arañazos geológicos. Me bastaba un instante y aun atisbándolo desde lejos comenzaba con el vértigo y su respectiva arcada. Entonces mi madre sacaba una mitad de los cuatro limones cortados que llevaba en su bolso para cuando comenzaban mis ñáñaras, porque la náusea es recontracontagiosa y si no me frenaba al instante mi hermano no tardaría en comenzar con sus propios espasmos. Por simple lógica, es preferible tener un vomitoso a la vez, entonces mi madre me pedía que chupe el limón y cerrara los ojos para no mirar esas inmensas paredes incrustadas de rocas rasgadas. "Cuenta en tu mente de 3 en 3 hasta que te pase la voz", me decía. Mi madre siempre ha creído que contar de 3 en 3 cura muchas cosas: El insomnio, la cólera, la terquedad, etc. Entonces yo sorbía ese líquido amargo cuyo milagro residía (concluyo ahora que soy grande) en el sabor que me atolondraba tanto como para sacudirme la idea del mareo. Sabiendo ese principio, después he chupado limones para quitarme pensamientos, cóleras, contestaciones, ansias, para evitar reírme ante situaciones en que la gente normal no se ríe y también para poder olvidar tu nombre. Claro que no siempre puedes tener un limón a la mano. 


 2. Cuando a F. le pusieron cable aguardaba a que sus padres salieran para pelearse con la tele y poder ver "algo" en el canal 78. Sacudía la tele, movía las antenas, daba golpecitos en la pantalla; mi función consistía en sentarme al frente del aparato para avisarle si ya se veía "algo". A veces le decía: "Creo que ya hay 'algo'". Entonces él se acercaba y me decía: "Ah, pero es un pie" y regresaba a mover alguna parte de la traqueteada máquina. Con suerte y de tanto zarandear por un par de horas podía, al menos, oír "algo". Entonces nos reíamos como algún ignoto animal infernal de la selva virgen y cambiábamos al canal del tío Cachirulo que, cosas de la vida, no era un canal de cable. Íbamos a la cocina por los refrescos y los postres que nos dejaba indicados la mamá de F. y nos poníamos a repetir todo lo que ese señor con el rostro un poco de espanto nos pedía que reprodujéramos. Nunca he querido ni he podido olvidar esos momentos, sobre todo ahora que F. se dedica a la política porque cuando está en su faceta de soyunhombrequenosabereirseyhablodificil basta con que le cuente una anécdota como esta y es como si encendiera una sarta de cohetecillos; al instante una es seguida por otra y podemos estar así mucho tiempo hasta que nos duela la panza y tengamos momentos de apnea por tanta carcajada.

 3. Cuando al otro F. le duele la cabeza me pide que le hable en lenguas. No es que yo sea políglota en la definición RAE, sino porque el otro F. sabe que tengo pasta para la tontería. Así, puedo inventar unos cinco idiomas en un instante y también puedo contarle los orígenes y la cultura de donde procede. "En alguna dimensión tú debes ser un dios", me dice. "¿Tú crees que formaría parte de una historia chévere y pomposa como 'El Ramayana'?", le pregunto tratando de poner en aprietos a alguien tan salvaje como es el otro F. "Probablemente no tendrías forma humana", dice mientras me río de antemano por la barbaridad que me imagino escucharé, pero el otro F. es siempre impredecible y sentencia, "pero seguramente serías como una flecha de jazmín de Kana: esas que se mandan directo al corazón y no fallan". Curado de su dolor, regresa a lo suyo sin hacer el mínimo gesto.

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