jueves, 21 de agosto de 2014

Acumuladora

Soy una acumuladora. La mayoría de mis bultos están arrinconados en mi cerebro. Acumulo nombres raros, amigos peculiares, rutas guiadas por letreros (porque no tengo la capacidad de recordar direcciones), acumulo miradas cruzadas en fracciones de segundo. Tengo cerros de canciones de todo tipo, las cuales son mezcladas por mi DJ cerebral; a veces alguna melodía antigua regresa voraz y me hace perder el equilibrio, literalmente. El domingo recordé “Angie” y fue como si me hubieran pasado 10 000 voltios; me caí en la acera, moretón en el poto. Eso también lo acumulo: moretones en las nachas, ya que me parecen más efectivas las inyecciones que las pastillas. He perdido la fobia por el placer. Siempre sucede. No es que me guste que me vayan intubando la carne por ahí, solo que he hallado el equilibrio: para padecimientos, basta con mis ideas. Amarillas, marrones, castañas, son cicatrices que guardo como trofeos de guerra. Sí, ha sido bélico para esos bichos que planificaron carcomer mi endeble cuerpo encontrarse con una superpotente dosis de barbitúricos lo cual los ha llevado a una muerte segura en menos de tres días, en el peor de los casos. Mi cuerpo se recompone cual campo de batalla al que se vuelve a dar utilidad, como una película de Fellini.
Acumulo razones, excusas, boletos de microbús. Cuando mis amigos estaban en Lima usaba estos boletos para escribir o dibujar algo atrás. No sé si alguno los conservará. Acumulo colores, plumones, temperas, crayolas, tizas de pizarra o del sastre (de quien obtengo el color lila), un lápiz de carbón es indispensable, casi vital; en fin, cualquier tinglado que sirva para definir y/o colorear, hasta el carbón me sirve y siempre procuro tener un fragmento por ahí, tiene que estar escondido para que no lo boten. 
Acumulo juguetes; míos, alguno que lo he visto pasando mala vida en casa de alguien, algunos que me regalan antes de botarlos. Acumulo lugares, situaciones, circunstancias (que no es lo mismo), conversaciones mías, de libros o películas, alguna ropa curiosa que luego preguntarás “pero de dónde sacaste eso” y, textualmente, será “de por ahí”. 
Acumulo recuerdos tristes, nostalgias y gritos de jíbaros, pero no rebusco en ellos. Son una ruma que he dejado lejos, en una pampa, circundada por púas y cerco eléctrico. 
Acumulo películas, libros, dibujos de mis primos chiquitos, algunas revistas de chistes, palitos, servilletas, envolturas de dulces que me compran mis amigos y tengo un sachet personal de mostaza que caducó hace muchos años en mi mochila. Tantos, que lo he elevado a la santificación puesto que un día ante un libro -mientras lo apretaba- pensé: “Ay, sachetcito de mostaza, que cueste tanto como lo que tengo en el bolsillo”. Y concedió. 
Acumulo tardes cualquiera como si fueran de domingo, pensando si me sucederá como a Felipe que de un niño cobardón pasó, según la carta de Mafalda, a concretar su sueño en La Habana. Ojalá que cuando mi sueño ya no sea un sueño acumulado, nos demos cuenta que también tus sueños estaban irremediablemente destinados a cruzarse con los míos, como los hombres de la portada del “Wish you were here”. No deberías asustarte porque, si es necesario, asumiré el papel de la autocombustión, aunque, de cualquier forma, siempre deberías estar preparado para correr.

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